Me miras
mientras los rayos de sol calientan tu piel. Sé que no estás sola pero no puedo
soportar estos metros que nos separan. Hablas con tu familia, la misma que no
puede verme. Mi familia contra la tuya. Lo único que hay en común entre las dos
es su odio y nuestro amor. A veces, me
siento un acosador, de esos que te
observa. Cada vez que nos cruzamos te miro, tú me miras, te muerdes el labio
inferior y yo apretó mis puños para contener mis ganas para no lanzarme a tus
besos.
Miramos las
manecillas del reloj y nuestros corazones palpitan al unísono. Me enfrento a mi
familia e incluso robo el coche de mi padre. Primera. Segunda y tercera. No
puedo dejar de pisar el acelerador, cuarta y quinta. Ni los semáforos son
frontera para mí. Solo tengo en mente tu cara, tu cuerpo. La noche se ha alzado y he llegado a nuestro
refugio.
Aquí no somos
enemigos, no hay apellidos que nos enfrenten. Solo nuestros cuerpo desnudos
iluminados por nuestra testigo, la luna que nos protege. Ahora, somos lo que
siempre hemos deseado un mismo corazón, un alma y un mismo ser.
Puedo pasarme
horas mirándote mientras me acaricias con tus dedos pero se me descompone el
cuerpo cuando veo que nuestra amiga se esconde por detrás de las colinas. Ella
se marcha para que la vida vuelva a la realidad. Una maldita realidad en la que
no podré tocarte ni besarte solo desear que vuelva a salir la noche y pueda ir
hacia ti para poder volver a enamorarme.
David R. Prieto
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